Tentadores estudios

Tentadores estudios

La fuerza de voluntad no cambia mucho durante la vida

Una de las primeras lecciones que recibimos en la infancia es la de que debemos vencer a las tentaciones y no ceder fácilmente a los impulsos. Esta lección conlleva una filosofía que creo compartida por la gran mayoría de religiones y filosofías de la humanidad. Al fin y al cabo ¿cómo podríamos vivir en una sociedad civilizada en la que sus individuos no pudieran controlar sus primitivos impulsos?
En cualquier caso, la fuerza de voluntad, la capacidad de no caer ante las tentaciones que la vida nos presenta, debe depender de alguna manera del funcionamiento de nuestro cerebro. Por esta razón, tal vez, algunos investigadores han caído en la tentación de estudiar qué parte de nuestro cerebro está involucrada en la resistencia a la tentación a lo largo de la vida.

EL EXPERIMENTO DEL CHUCHE
Los estudios sobre la fuerza de voluntad a los que me refiero aquí comenzaron hace más de 40 años en la universidad de Stanford, en California. En la guardería de dicha universidad, 500 niños de muy corta edad fueron sometidos a un terrible experimento: el experimento del chuche. Se ofrecía a los niños una suculenta chuchería diciéndoles que podían comérsela de inmediato, pero que si esperaban 15 minutos sin comérsela, se ganarían otra igual. ¿Se comerían el chuche de inmediato o esperarían para ganarse una segunda golosina? ¡Terribles momentos de duda y control de sus impulsos vividos por esos pobres niños!
Al igual que a unos les gusta el queso y a otros, no, los niños también mostraron diferencias en su comportamiento, ya a tan tierna edad, cuando aún no sabían ni quién era el diablo tentador, ni en qué consistirían las tentaciones a las que luego la vida les enfrentaría, como las presentadas por personas del sexo opuesto; por el dinero de la bolsa, de la deuda pública, o de las hipotecas subprime; o como meter o no el dedo en el ojo de tu enemigo por la espalda. Aún en esa ignorancia de las complejidades de la vida, algunos niños se comieron la chuchería de inmediato; otros esperaron para recibir su recompensa.
Hasta aquí, nada sorprendente. Los niños mostraron diferencias en su conducta probablemente porque sus personalidades eran diferentes, o porque algunos habían comido más chuches que otros en sus casas, lo que resultaba en diferentes grados de apreciación de las golosinas por cada niño. Seguramente, la educación subsiguiente que recibirían igualaría esas diferencias y, llegados a una cierta edad, todos serían capaces de controlar sus impulsos y tentaciones de manera similar.

RESISTENCIA Y CEREBRO
Esto es lo que han querido estudiar ahora investigadores de varias universidades estadounidenses, que publican sus resultados en la prestigiosa revista Proceedings. Cerca de 60 de esos niños, hoy ya personas hechas y derechas, fueron invitados a participar voluntariamente en un pequeño experimento para determinar su capacidad de vencer los impulsos. El experimento consistía en ponerse frente a un ordenador y apretar un botón cada vez que un rostro sonriente aparecía en la pantalla, lo que era en sí mismo una experiencia agradable, una pequeña recompensa. Al apretar el botón otro nuevo rostro sonriente aparecía en la pantalla, otra pequeña recompensa. Sin embargo, los sujetos habían sido instruidos de que debían evitar apretar el botón si aparecía un rostro concreto, al igual que Adán y Eva podían comer de todos los árboles del paraíso, menos de uno. Si ese rostro aparecía debían frenar su impulso y no apretar el botón. El número de rostros permisivos antes de que apareciera el prohibido variaba cada vez. A veces, solo dos o tres rostros permisivos aparecían en la pantalla antes de que apareciera el rostro prohibido, lo que hacía más fácil controlar el impulso de apretar el botón que cuando aparecían 20 o 30 rostros permisivos antes de que apareciera el prohibido.
¿Qué encontraron los investigadores? Sorprendentemente, encontraron algo inesperado. Aquellos que cuando niños se habían comido el caramelo sin esperar, mostraron mayores dificultades de frenar sus impulsos y no apretar el botón que aquellos que habían esperado para comérselo. La capacidad de controlar los impulsos, por tanto, se mantenía más o menos constante a lo largo de la vida, a pesar de las lecciones de templanza que, supuestamente, la educación reglada y la propia vida no dejan de ofrecernos.
Los investigadores sometieron también a resonancia magnética funcional a los cerebros de 26 de esos participantes y descubrieron que una región de la corteza prefrontal estaba involucrada en el control de los impulsos, mientras que otra (el cuerpo estriado) estaba involucrada en ceder frente a ellos. Aparentemente el funcionamiento de esas regiones cerebrales, determinado ya en la infancia, probablemente por factores de naturaleza más genética que educativa, es el responsable de que nos resulte más fácil o más difícil resistir a las tentaciones.
Este nuevo conocimiento nos tienta ahora, tal vez, a ceder más fácilmente a las tentaciones con la excusa de que “no soy yo, es mi pobre cerebro el que me falla y me hace caer”. Por eso no puedo adelgazar, por eso no puedo dejar de fumar, por eso no puedo dejar de meter el dedo en el ojo de mi enemigo…aunque todos me vean en la tele. Puede ser verdad, pero puede también ser falso. Al contrario, conocer que caer en las tentaciones depende de nuestro cerebro puede ayudarnos a intentar ejercitar más la habilidad de resistirlas, como se ejercita la memoria, por ejemplo, para intentar mejorarla. El que resiste, gana.

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